jueves, 20 de abril de 2017

Los muertos del 19 de abril: sus campanas doblan por nosotros



Por @Joaquin_Pereira

“La muerte de cualquier hombre me disminuye 
porque estoy ligado a la humanidad, 
por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: 
doblan por ti”.
John Donne

Carlos Moreno (17) -en Caracas-, Paola Ramírez (23) -en Táchira- y el sargento de la guardia nacional San Clemente Barrios Neomar (?) -en San Antonio de los Altos del estado Miranda- fueron los asesinados en las protestas que se efectuaron en Venezuela este miércoles 19 de abril. 
En esta fecha se conmemora la Declaración del acta de independencia en 1810 ante el imperio español y ahora encuentra a los venezolanos luchando nuevamente por su independencia, pero esta vez ante un régimen opresor que heredó el poder tras la desaparición física del carismático y destructivo Hugo Chávez. 
Los sátrapas del gobierno no se inmutaron y festejaron con bailes luego de forzar a los empleados públicos a marchar a su favor. No se conmovieron por los familiares de Carlos, Paola o de San Clemente. No hubo minuto de silencio ni caras compungidas. 
Cuando un familiar fallece por enfermedad, accidente o por la violencia desatada por la delincuencia, sus allegados deben atravesar el natural periodo de duelo. Pero cuando una muerte se ubica dentro del ámbito de protestas antigubernamentales ese duelo debería extenderse a todos los habitantes de la nación: son también nuestros muertos. Es por esto que me indigna lo rápido que los líderes políticos –de lado y lado- convierten las bajas en simples números y continúan con sus mezquinas aspiraciones por cuotas de poder. 
Entiendo que en Venezuela, donde los índices de asesinatos superan los de cualquier país, la muerte termine por banalizarse, por hacerse parte del paisaje cotidiano, al igual que observar a personas buscando comida entre la basura. Pero me niego a dejar pasar el fallecimiento de compatriotas durante las protestas para continuar en el “cotilleo” político que caracteriza la tierra de Bolívar desde que ascendió al poder la marabunta chavista. 
Es por esto que inicio esta nota con el nombre de los asesinados y no con su cantidad. “Tres muertos” suena a daños colaterales sin importancia; Carlos, Paola y San Clemente suenan a vecino, compañero de clases, familiar, allegado, amigo, hijo. 
Lo que abogo es por rescatar la sensibilidad por el dolor ajeno, porque representen “las campanas que suenan por ti” del poema de John Donne, porque al conmovernos nos fortalecemos como seres humanos y nos alejamos de la alienación de una vida sin sentido, consumista, del desecho y del “sálvense quién pueda”. 
Los muertos del 19 de abril son nuestros muertos, algo debe mover sus pérdidas en nuestras agendas personales, no son los muertos de otros. Debemos detenernos por un momento y reconsiderar nuestras prioridades. 
Sugiero como primera reflexión ponerles nombres y apellidos a los responsables de tales asesinatos. Y no hablo sólo de los que accionaron las armas. Creo que es importante hacerse la pregunta: ¿Qué tan responsable es el Presidente del país ante estos fallecimientos? ¿Su terca obsesión por obstaculizar las elecciones es la causa que llevó a la muerte a estos compatriotas?
No estoy diciendo que sólo pacemos de la apatía a la rabia. Invito a movilizarnos con un objetivo que valore y se conmueva por los caídos. Invito a enarbolar la bandera de “Elecciones ya” como señal de que nos duelen nuestros muertos y apostamos porque no haya un solo caído más en medio de protestas en Venezuela. La decisión final para destrancar el juego democrático está en manos de Nicolás Maduro… en sus manos “rojas, rojitas”.

viernes, 7 de abril de 2017

Retorna el juego del gato y el ratón: Marcha opositora en Caracas




@Joaquin_Pereira

— Qué lo diga de una buena vez… aunque tengo miedo -dijo una joven desde la parte superior del distribuidor Altamira observando la concentración opositora que tomó la autopista al Este de Caracas en la mañana del jueves 6 de abril.


La muchacha hacía referencia a la intervención que hacía en ese momento -con un micrófono y sobre un camión con cornetas- el vicepresidente de la Asamblea Nacional Freddy Guevara. Deseaba que el diputado invitara a marchar al centro mismo del poder chavista, el Palacio de Miraflores.


Su deseo se cumplió en parte, el enérgico líder opositor al régimen de Maduro confirmó que la manifestación no sería un encuentro más donde sólo se escucharían consignas; afirmó que a partir de este día las manifestaciones iban a generar acciones concretas de movilización a lugares emblemáticos del régimen.


- Ahora nos dirigiremos sin violencia a la Defensoría del Pueblo – anunció Guevara.


El objetivo sería presionar a Tarek William Saab,  presidente del Consejo Moral Republicano, para que destituya a los miembros del Tribunal Supremo de Justicia que intentaron romper el hilo constitucional al pretender desconocer las competencias de la Asamblea Nacional con un par de sentencias que luego tuvieron que echar para atrás quizás por presión de la comunidad internacional.


Yo escuchaba los comentarios de las personas que tenía alrededor como si se tratara de un hilo musical que acompaña mis verdaderas preocupaciones: que si allá está Richard Linares, el entrenador de las mises, rodeado de un séquito de jóvenes hermosos; que si acaba de llegar Henry Ramos Allup presidiendo la comitiva de Acción democrática; que mira a esa señora loca que se lanza de “culicrós” hacia la autopista por una pendiente demasiado empinada;…


Lo que a mí en realidad me preocupaba era el sol abrazador de esa hora que convertía el aire en metal derretido. Tuve que sacarme la camisa y ponérmela en la cabeza para no terminar desmayado y además insolado como una langosta cosida.

Cuando la marcha empezó a avanzar por la autopista rumbo al oeste de la ciudad –hacia el bastión chavista-,yo quise adelantarme tomando la ruta de la avenida Francisco Fajardo. Lo primero que me llamó la atención es que al mismo tiempo que en la autopista se vivía casi una escena de pre batalla tipo Game of Thrones, por donde yo caminaba se observaba la vida cotidiana de la ciudad: un joven perseguido por un grupo que lo acusaba de ratero, la miríada de vendedores de cigarros y café, los niños saliendo del colegio,…

Una vez alcanzado el sector de Plaza Venezuela me topé de frente con el batallón de guardias y policías nacionales que esperaba a la marcha opositora para impedirles llegar al destino trazado. La defensa del régimen incluía la utilización de varios vehículos llamados ballena desde los cuales envían chorros de agua y lanzan bombas lacrimógenas a los manifestantes.

Antes incluso de que comenzaran las primeras escaramuzas entre los manifestantes opositores y los guardianes de la paz del régimen distópico que controla el gobierno del país, se notaba el intenso olor de las bombas lacrimógenas sin siquiera haberlas lanzado. En un momento dado estuve en una especie de callejón sin salida rodeado de miembros de los equipos antimotines. Tuve que retroceder y buscar calles alternas para salir del atolladero.

En ese momento llegó la cabeza de la marcha y de inmediato comenzaron a llover bombas lacrimógenas. Creo que no hubo ni siquiera el amago de intentar mediar mediante la palabra con los marchistas.

Pero como ya en Venezuela estamos acostumbrados a recibir “gas del bueno” como eufemísticamente lo llamaba el extinto presidente Chávez, los manifestantes dispusieron tanto de su kit anti asfixia como de su kit de contrataque. Unos jóvenes se enfrentaron con los funcionarios represores y hasta quemaron basura cerca del centro comercial El Recreo.

Luego de caminar varias cuadras llegué al sector de Chacaito y bajé nuevamente a la autopista, en el sector donde se observan dos grandes pancartas que desde hace meses solicitan la liberación del líder opositor Leopoldo López, preso por el régimen desde el 2014.

Un grupo de opositores estaba reuniendo piedras para cerrar el paso por las vía. Un joven me pidió ayuda para cargar una defensa metálica que estaba suelta a un lado. Intervine en modo Gonzo –como el célebre periodista norteamericano que experimentaba situaciones extremas para luego escribir sobre ellas-, aunque estaba claro que no formo parte de ningún grupo político. Al colocarla donde se me indicó noté que la barricada estaba liderada por dos curiosos personajes, una abuela llamada Consuelo, que usaba la bandera nacional como capa de súper heroína, y su nieta de 8 o 9 años llamada Gepsy, que recolectaba pequeñas piedras para lanzárselas a los motorizados que querían pasar la improvisada alcabala.

No podía más que conmoverme con la inocencia de esos manifestantes que se esforzaban en levantar su guarimba –como se les llama en Venezuela a las barricadas recordando un juego de niños-. ¿Cómo no se daban cuenta que su esfuerzo no serviría de nada cuando la lluvia de bombas lacrimógenas llegara al sitio? Concluí que la desesperación de vivir en dictadura y con penurias económicas y de inseguridad hacen que cualquier acción sea catártica, aunque fuera inútil.

Cuando las bombas llegaron tuve que correr y casi una moto me lleva por delante. A punto estuve de perder también el celular en la huida.


Al acercarme al sector de El Rosal, donde hay varios edificios tomado por entes del gobierno, presencié una trifulca entre manifestantes opositores y trabajadores públicos pro régimen –patriotas cooperantes se les llama en esta distopía de país:


-Mamaguevo, baja acá y me lo dices en mi cara. Jalabola, chavista de mierda –gritaba un opositor histérico.


Más atrás un chamo tomaba una china de su kit de ataque y lanzó varias piedras hacia los trabajadores pro gobierno. Tuve que resguardarme detrás de un quiosco para no ser alcanzado por algún peñonazo que no distinguiera afiliación política.


Caminando unas cuadras pude llegar al centro comercial Sambil para recomponerme en el baño. Allí ya estaban varios opositores que comentaban la situación del país:


-Esto no pasa de tres meses: sin gasolina, sin comida y con la presión internacional Maduro deberá renunciar y llamar a elecciones –decía un esperanzado señor.


Salí del baño y fui a cargar el celular en esas islas que dispone el local para ese fin, parecidas a las de los aeropuertos. Mientras alimentaba la pila de mi equipo noté como los locales cerraban sus puertas y poco a poco el más visitado centro comercial de la capital se convirtió en el escenario típico de una película de zombies.


Tuve que retirarme del centro comercial y busque acercarme a la Plaza Altamira sabiendo por experiencias anteriores de que allí se concentraría el último reducto de la manifestación opositora. Efectivamente un grupo de jóvenes encapuchados, con piedras, baras de metal y bombas molotov habían cerrado las principales vías de la zona quemando basura y acumulando escombros.


Me senté en la plaza a ver el espectáculo mientras el sol se iba ocultando. Delante de mí estaba un señor bastante mayor vestido impecablemente y sentado sobre un periódico; la estampa me pareció conmovedora: ¿En qué estaría pensando? ¿Quizá se preguntaba en que falló su generación para que el país llegar a este callejón sin salida cada vez más bizarro?


A mi lado estaba una pareja joven. Él tenía el aspecto de uno de esos miembros de las maras centroamericanas. Ella cargaba un bolso tricolor con el mapa de Venezuela cosido al frente. Ambos aprovechaban la manifestación para vender palmeritas. ¿Se habrán resignado a verse como vendedores ambulantes como única opción de supervivencia en un país asfixiado por el desempleo y la inflación? ¿Por qué no se sumaban a los manifestantes? ¿Desesperanza aprendida o quizá un hijo que los esperaba junto a la abuela pidiendo su respectivo tetero para la cena?


Me retiré del sitio y abordé el último tren del Metro antes que cerraran la estación por la protesta. En el subterraneo noté a los usuarios con los rostros más cansado que de costumbre, como si todos regresaran de un viaje a la playa. Pudo ser el caluroso día que tuvimos pero intuyo que el cansancio responde a la historia sin fin en que se ha convertido las disputas gobierno-oposición.


En el vagón, el infierno cotidiano continuaba: vendedores de golosinas, pedigüeños con lesiones bizarras, borrachos,… se mezclaban con niños que cargaban las láminas de una exposición escolar y de trabajadores que regresaban a sus casa luego de una jornada cuyo rédito ya nos les sirve para sobrevivir.


Al desembarcar en la estación desde donde tomaría un transporte hacia mi hogar, vi a un grupo de mujeres haciendo bailoterapia en un gimnasio y comprendí por qué el chavismo se ha mantenido en el poder incluso luego de la muerte de su “comandante eterno”: mientras señoras mayores e infantes armaban barricadas en un sector de la ciudad, en otro un grupo de féminas movían el culo al ritmo del más reciente tema de Ricky Martin.


El día en que el grueso de la población se tome en serio la exigencia de sus derechos y presione al régimen para que haya elecciones, Venezuela podrá renacer de sus cenizas. «¡Bochinchebochinche! Esta gente no es capaz sino de bochinche», 
como dijo alguna vez el creador de nuestra bandera nacional, el Generalísimo Francisco de Miranda.

Reflexiones post crónica


* Quería titular esta crónica con la pregunta “¿El principio del fin?”, quizá con la esperanza de que las protestas se intensifiquen y saquen del poder a esa cuerda de delincuentes que han llevado al país a comer de la basura. Pero luego de ver las reacciones de la población en general y de los medios del Estado creo que el sufrimiento del venezolano va para largo.

* Revisando twitter luego de la marcha me percaté de una campaña sucia del régimen para desinformar. Una de las estrategias fue tuitear fotos de diputados que supuestamente estaban viajando mientras sus seguidores se enfrentaban en las calles. Yo fui testigo de la presencia por ejemplo de Henry Ramos Allup en la marcha por lo que era falso que había evitado participar en la manifestación.